01 abril 2008

MUJERES COMO DIOS MANDA


Un compañero de piso recién desarmarizado me preguntó hace tiempo que si no se estaba pasando con la pluma, con los oye bonita y con los femeninos constantes que no cesaba de utilizar con una compulsión que a él mismo le parecía excesiva. Por supuesto que identifiqué de inmediato la indefensión y la oscuridad de un pasado que daba miedo y que seguía estando ahí con toda su homofobia y sus días de fútbol, así que me planté y le dije que ni se le ocurriera poner en duda sus dudas de género. Con la que está cayendo, le contesté, toda pluma es poca. Lo entendió de inmediato y se lanzó de cabeza a intercalar los vocativos perra y guapa dos veces por frase y recuerdo que hasta feminizó la negación, que tiene uno la impresión que es como masculinísima, y acabo diciendo na en vez de no. Lo cierto es que mi compañero de piso era un tipo concienciado, radical, feminista por supuesto, pero cuando le llegó esa feminización absoluta acabó hablando mal del servicio, de los sudacas y terminó por entrarle un cierto tono de Serrano que me acabó asustando. Esa no era él, era una niñapija que desde luego no era feminista. Llegué a pensar en que había sido abducido por el Fondo Monetario Internacional, o que estaba poseído, o yo qué sé, algo peor, no podía entender que hubiera pasado tan violentamente de El Viejo Topo al Telva. En un arrebato de desconcierto le cogí por el cuello y empecé a gritar “¡Asqueroso extraterrestre!, ¿qué has hecho con mi compañero de piso?” Hasta que mi di cuenta que los responsables de aquello éramos yo y mi bocaza, que mi recomendación había creado un monstruo.

Porque el problema, ya lo pensé entonces, no es usar el femenino, sino la mujer que ponemos detrás de ese femenino. Para explicar el cambio de género hemos recurrido mil veces al valor de la performance, a su capacidad de cuestionar la realidad social. Con el femenino interpretamos por supuesto, lo vivimos, somos otros/otras, y la ficción tiene el poder de interrumpir lo cotidiano, de invadirlo. Pero si antes revolucionábamos con el femenino (Mendicutti dixit) lo cierto es que ahora tan sólo revolvemos. No hay que escarbar mucho para darse cuenta de que el imaginario colectivo de los gays ha usado a la mujer para construir una ficción monstruosa. Si yo soy responsable de la ideología de mis novelas, no puedo lavarme las manos ante esa otra ficción con la que convivimos diariamente. Ese personaje de descerebrada, guapabonita, divinísima, pija, loca por los trapos ortodoxamente femeninos, esa esclava feliz que a la primera oportunidad finge sacar el pintalabios, que se muere de gusto ante el poder del macho, ya no me divierte lo más mínimo y su ironía, potente en otro tiempo, creo que hace mucho que se perdió. Alguien comentó una vez que ésa mujer que hemos construido entre todos —porque es que es siempre la misma— sería el ideal de un machista de pro. Sólo habría que observar un poco en una noche de terrazas para comprobarlo. Parece que representamos lo que odiamos. Encarnamos los tópicos que nos han dañado, los que nos han perseguido desde nuestros tiempos de hijos felices. Hay noches del ambiente en las que parece que han convocado un casting para el personaje de Annette Bening en American Beauty. ¿Qué supondría para un actor vivir permanentemente con un personaje alienado hasta ese punto? Por supuesto que esa ficción femeninas de contoneos y suspiros y saltitos no es la mujer que nos hace falta, ni es Rosa Luxemburgo, ni Fefa Vila, ni por supuesto Pat Califia o Gerturde Stein (estas dos al parecer tan poco femeninas con comillas en la forma y tan femeninas sin comillas en el fondo). Así que, la verdad, o remozamos nuestro imaginario o abandonamos el femenino. Ayer mismo, hojeando revistas, me encontré con un artículo a ocho columnas sobre el Ku Klux Klan. En colorines, junto a otras de cruces llameantes, había una foto del Gran Brujo Imperial del KKK y de su mujer Muriel. Mechas rubias cardadas, discreto maquillaje, pendientes algo ostentosos de perlitas y rubíes, traje femeninísimo color rojo coca cola haciendo juego con los rubíes. Todo esto en ella, claro, no en él. No tardé en darme cuenta de lo que se parecía esa glamourosa Muriel a la mujer que encarnamos.

Y la verdad es que, llegados a este punto, yo al femenino lo cerraría por obras.

Marcelo Soto

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